¡Todavía existen las clases sociales!

Capítulo 6: Secretos en la cocina

>> sábado, 11 de abril de 2009

Secretos en la cocina

La casa donde vivían las Alcocer en la colonia del Valle, a parte de la enorme biblioteca de la planta alta, contaba con un gran jardín. Para darle el debido mantenimiento existía Felipe, el jardinero que iba dos veces a la semana. Al igual que como se relacionaba Gloria con todo lo que sucedía en el interior de la casa, Felipe lo hacía en sus afueras, e igual que la primera había trabajado para los Alcocer desde los tiempos en que Inés era joven y se había hecho una parte inseparable de la familia.

Mientras Sofía y los gemelos exploraban el cofre de Inés en la planta alta, Gloria y Felipe almorzaban en la cocina comentando los sucesos del día anterior.

“Fíjese, doña Gloria, que chiquito es el mundo. Una de las cosas que más me sorprendió fue que mi otro patrón viniera al funeral.”

“¿Su otro patrón?”

“Hay pues ya sabe que solo vengo dos veces por semana. Y pues tengo que trabajar también en otro lado. El patrón al que me refiero es alguien importante. Dice su muchacha, Matildita, que ahora anda fundando un partido político nuevo y es rete inteligente. No sabe cuánta gente importante he visto por allá en su casa. Muchos de esos que salen en las revistas o en el periódico.”

“¿Y a poco es más importante que mis niñas de aquí?”

“Bueno, la verdad, doña Gloria, es que nadie mejor que las patronas de esta casa. Doña Inés, que en paz descanse, siempre me traía algún regalito cuando venía a visitar a doña Martha. De la niña Sofía ni se diga…, de veras, si habría que tener que escoger, solo aquí trabajaría. Pero desde que murió el patrón ya ve que ya no se puede. Porque he de decirle que la esposa de mí otro patrón, ¿ya le dije que se llamaba don Rodrigo?, es una verdadera bruja. Trae al pobre hombre en la calle de la amargura. Le grita nomás de verlo y doña Refugio se cree la divina garza. No permite ni que uno la mire y arma un escándalo si lo ve a uno por allí, aunque sea haciendo su trabajo, que mejor ni le cuento. Pero don Rodrigo es muy bueno. Supongo que con su mujer esa ya lleva penitencia como para tres vidas.”

“Bueno, menos mal que en la otra casa no esté tan contento. Que si algo no quiero es que me dejen desamparadas a mis señoras.”

“Oiga, doña Gloria, y usted cree que nos podrán seguir pagando. Ahora que la única que trabajaba era doña Inés y ya ve…”

“La niña Sofía ya le está pisando los pasos a su madre y a su abuelo. Se tituló con los mayores honores y no creo que dure mucho sin buscar trabajo. Esa niña va a lucir más que los dos anteriores juntos. Eso se lo apuesto con lo que quiera. Además ya sabe lo inquieta que es. Parece un torbellino y nada la va a detener en esta casa.”

“¿Cómo, se nos va a casar pronto? Si ni novio ha tenido.”

“Hay don Felipe, como es usted burro. No se va a ir para arrejuntarse con alguien. Me refería a que pronto va ir del tingo al tango por el mundo trabajando. Ella, al igual que su madre no está hecha para el matrimonio. Si viera cuanto muchacho ha andado por aquí tirando el alma por ella, y ella, como si no existieran. Comenzando por el pobre del Atabulo.”

La placidez de la plática de los dos ancianos terminó de repente cuando Sofía y los gemelos entraron precipitadamente a la cocina.

“A ver, nana, en esta carta mi mamá escribe que hubo algo mágico cuando nacieron los gemelos. Algo que como una conexión mágica conmigo. Pero no se explica. Me dice que mejor te lo pregunte y los gemelos se mueren de curiosidad.”

“¡Ve, don Felipe, no le digo que esta niña es un torbellino.”

“Ande, madrina, no sea tan enojona y platíquenos,” intervino Atabulo.

“¿A poco es madrina de este par?,” preguntó don Felipe, “no hay duda que todos los días se entera uno de algo nuevo.”

“No sea chismoso, don Felipe, mejor apúrele a terminar su desayuno y a su trabajo. Y ustedes, espérenme tantito, que contar esa historia no es como pelar pepitas. Lleva su tiempo, y todavía me queda todo el quehacer de la casa por delante.”

“Pero nana, necesitamos saberlo. Hay tantas cosas en ese cofre que no se por donde comenzar y me dijiste que podía torturarte la memoria en cualquier momento.”

“Resulta jovencita, que este no es cualquier momento. Así que sigan buscando más secretos allá arriba y luego voy y les platico.”

Sabiendo que no iban a lograr más, los tres jóvenes salieron de la cocina resignados para regresar a la biblioteca. Una vez afuera, Gloria se encargó de calmar rápidamente a Felipe para que no se apresurara con su almuerzo. No había nada que apreciara más que comer con ese viejo. A lo largo de los años era su única compañía de mesa y había que aprovechar esos momentos.

“Oiga, don Felipe, y cuál es el apellido de ese tal don Rodrigo, su otro patrón.”

“Pues, creo que se apellida Palacios.”

“¡Rodrigo Palacios!, si, si, don Felipe, ya me acuerdo porque anduvo por aquí en los funerales. Fue el primer novio que tuvo doña Inés, hace mucho tiempo, debe de haber sido en la secundaria.”

“Ay, doña Gloria, ¡cómo es acuerda de las cosas!”

“Pues alguien tiene que hacerlo. Ese Rodrigo era un jovencito muy inteligente. No era de mal parecer. Pero no funcionó y ¿sabe porque?, porque la niña Inés y el, en vez de echar novio, discutían sobre libros… Al primer desacuerdo… Adiós.”

“Eso es cierto. Bien me decía mi abuelo: con las mujeres no hay que hablar ni de religión ni de política.”

“Bueno, don Felipe, ya hablamos suficiente. Salúdeme mucho a ese patrón suyo. Qué bien que me acuerdo de él.”

Dicho esto, Gloria se paró de la mesa y comenzó a retirar los platos. A Felipe no le quedó más remedio que ayudarla y, como siempre lo hacía, lavó los trastes. Luego salió a su trabajo al jardín mientras Gloria seguía trajinando en la cocina.

Continúa con el siguiente capítulo: El genio de la azotea

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